lunes, 22 de abril de 2013

Agricultura en la urbe. Una política de estado para vivir mejor

La ciudad se halla ante el desafío de recuperar una vocación agricultora que nunca debió perder. Un derecho de los ciudadanos, pero también un imperativo, si se toma en cuenta que en 2020 la población de América Latina y el Caribe será urbana en el 82,3%. En 2012, ya era tal el 78%, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura ( FAO).

La ciudad avanza, en general de manera inorgánica, con problemas a nivel de servicios básicos, gestión ambiental y marginalidad, diagnostica la entidad.

Una manera de responder a esa realidad es la agricultura urbana y periurbana, explica Alain Santandreu, uruguayo radicado en Perú y que estuvo en Bolivia para un taller sobre la materia, que incluyó un recorrido por lugares en El Alto donde se trabaja bajo los principios de tal agricultura que, para el caso, es propiamente periurbana.

“Lo primero que hay que sacar de la cabeza es que se trata sólo de ver huertas familiares o escolares o de otro tipo, de las cuales hay miles de emprendimientos”, advierte el experto. La agricultura urbana puede ser de huertas, sí; pero también de crianza de animales, cultivo de flores, de plantas medicinales, frutales; puede ser para el autoconsumo o el simple placer, también para la comercialización; tener objetivos ecológicos, de cuidado de la salud; puede responder a un enfoque de género, generacional; utilizar el terreno de la comunidad o la terraza particular y hasta el pedazo de tierra que queda en la pavimentada acera. Y lo mismo pueden desarrollarla los pobres que los ricos. El etcétera es bastante largo, da a entender Santandreu.

En El Alto, la ONG Comunidad y Acción, que no tiene vocación productiva, ha visto que la agricultura puede ser un instrumento para avanzar hacia sus objetivos sociales. Y a ello ha apostado, con el respaldo de la FAO.

Una de las familias beneficiadas por un proyecto que eligió a 100 para colaborarlas es la de Martha Cadena Flavia, vecina de la zona de Santa Rosa de Lima. Migrante, como su esposo, llegó de Zongo, área rural de La Paz, a los márgenes de una urbe que va empujando al campo, según se ve en las casas de ladrillo sobre calles de tierra que se alternan con trozos de terreno en los que, a veces, asoman plantaciones de papa y/o retozan cerdos. Martha cría también gallinas en su patio regado de juguetes de alguno de sus cuatro hijos. Desde septiembre último, luego de ser capacitada, maneja un huerto familiar construido en el mismo patio. “Tengo lechugas, rábano, nabo, pepino, vainitas, espinacas, zapallitos”, enumera. “Todos los días cocino verduras; antes compraba un poco para la sopa y eso debía durar toda la semana”. Costó algo que los hijos mayores aceptasen las ensaladas, pero “ahora comen bien, también tortillas, y les gusta”.

La mamá cuenta algo más: “Mi hijito que está empezando el colegio, antes no podía aprender. Ahora, la profesora me dice que está mejor”. Lo atribuye a la alimentación que ya no le cuesta mucho financiar.

En su zona no hay agua potable. Por eso, le han enseñado a cosechar agua de la lluvia. Desde las cubiertas hasta turriles, el riego para la huerta está asegurado.

Parecido es el caso de Julia Condori, instalada en la zona 14 de Septiembre, desde la que se puede ver el nevado Huayna Potosí. Esta mujer joven, de pocas palabras, tiene dos hijos pequeños y la huerta, en su caso, está en la parte externa de la casa. Agua, debe acarrearla desde una pila pública. Entre sus acelgas, apios y demás vegetales sonríe y deja la parquedad.

A quien es fácil escuchar es a Victoria Mamani Sirpa. El ingeniero agrónomo Juan José Estrada, que dice tener 30 años de ejercicio como horticultor, la considera su colega. Y la ha convencido de que no abandone su labor como motivadora e instructora de otras familias.

Ella tiene una huerta en su hogar del sector alteño Germán Busch 113 desde hace cinco años. Nació en La Paz, de padres que migraron de Viacha. “Desde chica me gustaban las flores, las plantas”; cuando se abrió la posibilidad de la horticultura, “escuchaba a los técnicos con su lenguaje difícil; me anotaba las palabras y buscaba en el diccionario. Entendía entonces y explicaba a mis compañeras lo que significaban”. Esa inquietud, su inteligencia y habilidad para comunicar —puede vestir pollera y hablar en aymara— la hacen una valiosa aliada de los profesionales.

“Soy sólo apoyo”, se declara modesta. “Es una experta”, sostienen quienes la conocen. En su casa, la estructura de adobe techada con plástico (agrofil) está precedida por una hilera de gladiolos en flor y lo que ella llama “zapatitos”. “Ya dije que amo las flores y, se crea o no, crecen en El Alto”.

No puede tener otras, pues atraen bichos que amenazarían a las hortalizas. Dentro de la huerta, la temperatura marca 41 grados centígrados y la humedad es gratificante. En invierno, ocurrirá igual. Solamente habrá que poner frazadas sobre la cubierta si el frío es extremo. De día, el sol calienta y las botellas pet pintadas de negro (en otros lugares se usa piedras) liberarán ese calor por la noche.

Esto último lo explica ya Jimmy Carlo Mamani, el hijo menor de Victoria. El niño tiene nueve años y ayuda, más que sus dos hermanos mayores, en el cuidado de las plantas. “Hay que sembrar la semilla y regarla sin exceso. El almácigo es trasplantado al suelo, cuidando de que el agujero sea lo suficientemente hondo como para que la raíz no esté torcida. A diario, hay que vigilar que no aparezcan plagas; si ocurre, se fumiga con el humo del ají o del eucalipto y, de ser necesario, se lava con agua y jabón las hojitas”. Este alumno de cuarto de primaria de la Unidad Educativa Illimani puede dar clases a su maestra en temas de botánica. Ya ha llevado al curso entero a conocer la huerta y a explicar las bondades, entre las que se cuenta un parral del que este año la familia cosechó ocho racimos de uva blanca, y frutillas.

Santandreu considera que el futuro del niño está asegurado. De joven, puede estudiar “algo relacionado con plantas”, como dice el propio Jimmy; y si no, tendrá ya los conocimientos y la experiencia.

Además, los hijos de todas las mujeres mencionadas están aprendiendo a comer mejor que sus progenitores. Mary Leidi, hermana de Jimmy, sabe cocinar variedad de platos con las hortalizas. Si alguno de ellos, también John, el del medio, tiene hambre, cosecha su comida “y listo”.

Cosechar y listo es, en algunos restaurantes del mundo, algo glamuroso. El uruguayo, cuya especialidad es en rigor la gestión de conocimientos de la agricultura urbana y periurbana, cita a chefs top del mundo, que han habilitado pequeñas huertas de las que sacan la especie o el vegetal que el cliente elige. Y por algo así no sólo están a la vanguardia, sino que cobran lo suyo.

La semana de visita a El Alto —que, en los ejemplos, muestra un enfoque de género y generacional—, la FAO y el Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural realizaron un taller para abundar en la materia. El municipio de Montero (Santa Cruz) presentó un trabajo que involucra al adulto mayor, como en Cobija (Pando) se está avanzando para que la población tenga finalmente sus propias hortalizas, pues actualmente no las cultiva.

La agricultura descrita, en definitiva, afirma Yara Morales, asesora en Comunicaciones de la FAO en Bolivia, responde a lo dispuesto por la Constitución Política del Estado: que la población tiene el derecho a una alimentación adecuada, es decir productos sanos e inocuos.

Que la gente viene desde hace cientos de años incorporando prácticas agrícolas y hasta pecuarias en la ciudad, aun contraviniendo disposiciones ediles, es una verdad, dice Santandreu. Sólo que ahora son las políticas de los países —Bolivia adopta desde este año la agricultura urbana y periurbana— las que están reparando el error que condujo al menosprecio de la agricultura, bajo la idea de que la ciudad es el progreso y que el campo es el retraso. Ahora, el verde comienza a abrirse campo en medio del cemento.

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