lunes, 31 de marzo de 2014

La fábrica natural de chocolate



Miguel Palomeque está sentado sobre un largo tronco reseco que ha caído sobre el suelo de su cacaotal, al que llama El Paraíso, situado en un pedazo de selva próximo a un arroyo que alimenta el río Beni, cerca de Carmen del Emero, una comunidad del municipio de Ixiamas. Cuenta que, el año pasado, de este mismo lugar ubicado en el norte de La Paz sacó diez quintales del fruto con el que se elabora el chocolate. “Ahora, no hay nada”. A su alrededor, los árboles, mustios, de los que cuelgan algunas bayas anaranjadas, refuerzan sus palabras.

Para las 50 familias de la etnia tacana que conforman el poblado, la venta de cacao silvestre es una de las actividades comerciales sobre las que se sustenta su economía. La época de la cosecha va de enero (a veces, se adelanta a diciembre) a marzo, con algunos coletazos que duran hasta abril. Este año, los pobladores apenas han podido cosechar, pues las parcelas donde crece el fruto no están en la comunidad y hay que trasladarse por el río Beni, arriba o abajo, para llegar a las hectáreas donde el bosque produce el cacao. Y, con el aumento del nivel de las aguas que ha afectado al norte de La Paz y parte de Beni, la situación ha sido atípica para estas personas: el caudal estaba demasiado crecido y arrastraba árboles arrancados de las riberas, lo cual les impedía ir hasta Rurrenabaque, a 280 km por vía fluvial, a comprar combustible para los motores de los peque peques. Además, los 80 centímetros de agua que anegaron el pueblo durante semanas hicieron que todas las manos con capacidad de trabajar estuvieran dedicadas por completo a tratar de restablecer la normalidad en la aldea.

Hace 49 años, un grupo de tacanas de la comunidad cercana de San Pablo que habían sido esclavos de una familia terrateniente, los Alipa, fundó Carmen del Emero en honor a su patrona, la Virgen que lleva este nombre, y al denominativo del riachuelo que pasa cerca de donde levantaron las casas, una explanada que llama la atención por su tamaño, muy superior al de otros poblados que se ven desde el río durante el trayecto de más de ocho horas desde Rurrenabaque hasta aquí.

La lancha ha necesitado 110 litros de combustible para hacer la travesía desde uno de los destinos turísticos por excelencia del país hasta atracar en la comunidad. Al salir de la embarcación se ve el montón de restos de lo que fue un horno de barro en el patio de una vivienda de paredes hechas con tablones madera y techo de palmera. Es la primera señal visible de lo que ha sufrido este lugar, como tantos otros de la zona que han pasado semanas a remojo en una inundación tan grande como nunca, que recuerden, habían sufrido.

El pueblo ha ganado altura

Cerca hay construcciones similares que muestran otro signo de la inundación: la marca de hasta donde llegó el agua. “A mi casa ya no entra gente alta”, cuenta una mujer madre de familia con el cabello recogido en una coleta, vestida con pantalones prietos y una polera que dejan ver que está entrada en kilos, y con una sonrisa que sólo se desvanece cuando se queda callada y pensativa. El suelo de la comunidad ha “crecido” varios centímetros por la tierra que transportaban las aguas del río Beni, que se han asentado en el lugar después de que el líquido volviera al cauce. Todavía hay grandes charcos y mucho barro que no acaba de secarse.

En algunos patios hay estructuras alargadas y elevadas sobre el piso cubiertas por plásticos amarillos: parecen pequeños invernaderos, pero son secadoras de cacao. Una vez que los recolectores regresan de los cacaotales, desconchan los frutos usando un cuchillo. El interior de una baya parece una mazorca de maíz de pocos granos, grandes y recubiertos de un pelo blanco y jugoso: la pulpa del cacao, que acá llaman jane y con la que se puede elaborar un jugo similar al del copoazú (ambas plantas son de la familia theobroma, cacaolicor la primera y grandiflorum la segunda) y hasta vinagre. Bajo el fino jane está lo que se utiliza para hacer chocolate: una especie de almendra color violeta de sabor fuerte y amargo. Una vez fuera de la cáscara, los comunarios ponen las pepas a fermentar durante varios días, envueltas en hojas de patujú o yute, dentro de cajas. Tiene que alcanzar los 45°c. El tiempo que dura esta etapa del proceso, durante el cual el cacao adquiere más aroma y mayor calidad, depende del clima, explica Róger Yarari que, con 27 años, fue corregidor de Carmen del Emero hasta hace unas semanas. Una vez fermentadas, se colocan en los invernaderos durante cinco días, aproximadamente, para que se sequen.

Pero estas semanas las carpas están semivacías. “La lluvia nos ha afectado muchísimo. Como ven, muchas plantas se están muriendo”, dice una de las recolectoras, Katy Marupa, de 27 años, con jeans claros hasta la rodilla y botas de goma, en un cacaotal que crece junto a la orilla marrón del Beni. El suelo está tan húmedo por la reciente crecida del río que, si uno se queda detenido en el mismo lugar, de repente se hunde en el fango hasta la rodilla. Si se pisa fuerte el piso tiembla como si fuese un flan.

“Aquí vivimos del chocolate cuando es tiempo de chocolate. Luego, de la pesca. Algunas personas también sacan madera”, explica Katy. Los comunarios — que no tienen agua potable y la energía eléctrica que usan la produce un generador y pequeñas placas solares— calculan que este año han perdido la mitad de la producción de cacao. “El silvestre es natural. Es más oloroso que el híbrido”, comenta Katy. En Bolivia hay tres variedades salvajes: dos crecen en el norte de La Paz y una en Beni. Los tipos híbridos fueron importados de Trinidad y Tobago, Perú y Ecuador, y su semilla rinde más. Pero los chocolates elaborados con cacao generado por la propia selva cuestan hasta 12 veces más.

Martha Yarari, de 14 años, acompaña a un grupo de cosecheros en el que están Katy, Róger, Miguel y Dorca Duri. Se ha enfundado las botas de goma.

Aunque ni su padre ni su hermano, tres años mayor que ella, la dejan ir al monte, ella agarra como los demás el palo de unos cuatro metros que aquí se usa para sacar las bayas de cacao. Su progenitor tampoco le permitía teñirse el cabello, pero ella igual lo hizo durante sus vacaciones en Rurrenabaque, donde vive su hermana.

El palo tiene una cuchilla en un extremo que sirve para cortar el punto donde el fruto está unido al árbol. Antes usaban otra técnica, a la que llaman palca: también era un palo largo que, en vez de cuchilla, acababa en forma de ángulo de 90°. Con esta parte retorcían las ramas, malogrando los árboles, dice Róger, y le corrobora el biólogo de la organización no gubernamental Conservación Internacional Bolivia (CIB), Horacio Lorini: si no se cortan correctamente las bayas es posible que no vuelvan a salir en la siguiente temporada.

Normalmente, una persona corta y, cuando el fruto cae al suelo, otra lo guarda en bolsas. La jornada laboral suele ser de ocho horas (a veces, cuando van lejos, se quedan más de un día). Entre dos pueden llegar a recolectar dos quintales en un día (alrededor de 2.300 bayas), que cargan en los peque peques.

Según CBI, los precios de este producto oscilan entre Bs 1.050 y Bs 1.200 por quintal. “Antes nos compraban a un precio más bajo porque no hacíamos la fermentación”, cuenta Katy.

La ONG trabaja desde julio en Carmen del Emero con el proyecto “Generación de mercados para el cacao boliviano de origen silvestre como estrategia de adaptación de comunidades indígenas tacana y t’simane-mosetene ante el cambio climático”, con financiación de Dinamarca. Ahora los recolectores venden directamente a los acopiadores de la industria que elabora chocolate. Este año, El Ceibo producirá una tableta hecha únicamente con cacao de esta aldea de Ixiamas, que ya se dio a conocer durante la feria gastronómica Tambo 2013 celebrada en La Paz en octubre.

Arroz, yuca y plátano forman parte de la dieta de los habitantes de Carmen del Emero, que cultivan estos alimentos. Este año, casi todo lo sembrado se ha perdido y ahora hay que comprar esos productos. Los hombres e, incluso, las mujeres (que suelen quedarse en el pueblo) están pensando salir a otros lugares para trabajar.

Los animales del entorno forman también parte de la gastronomía local, como el mono, el jochi (un tipo de roedor) o pescados como el pintado (surubí). En la aldea tienen chanchos y vacas, flacos por la falta de alimento. Muchos murieron ahogados.

También comen chocolate: cuando todavía es cacao, los niños chupan las pepas. Después de la fermentación, el secado y el tostado, lo preparan con arroz (como arroz con leche, pero con chocolate), plato al que llaman gallinazo; o payuje, pero sin leche.

Los profesores preveían que las clases en la escuela comenzarían, por fin, el lunes 24 de marzo. Pero, hasta el mismo día, los muebles de las aulas y algunos colchones que usa el profesorado durante su estadía en la aldea estaban en la cancha de la unidad educativa, secándose. Y en el lugar no hay ni tiza, según el testimonio de uno de los docentes. Es difícil corroborar, una vez fuera del lugar, si el curso se ha inaugurado: no hay señal de telefonía móvil. Cada mañana, de ocho a nueve, y por la tarde, de cinco a seis, la caseta donde está la radio comienza su actividad diaria: “Hola, Rurre”, “Hola, Candelaria”, “Hola, Riberalta”. Éste es el único medio de contacto que la gente tiene con otras poblaciones.

No muy lejos de la radio está la red de voleibol, el punto de encuentro de los chicos jóvenes a última hora de la tarde. La cancha de fútbol, antes cubierta de pasto, ha quedado inservible: no se puede ni andar a través de ella si no es bordeándola sobre los pedazos de madera que la gente ha colocado estratégicamente en los lugares menos embarrados.

Los hombres se entretienen algunas noches boleando coca, fumando cigarros Astoria o tocando la música tradicional tacana con tambor y flauta. Las mujeres siempre están rodeadas de sus hijos pequeños, de los que se hacen cargo todo el tiempo, además de cocinar y limpiar y de lavar la ropa.

También cortan la leña para la cocina y muchas son recolectoras de cacao. Están pluriempleadas.

La iglesia es uno de los pocos lugares a los que el generador de luz alimenta cada noche. Está solitaria, con el piso de tierra desigual sobre el que baila el mobiliario. El cura sólo viene un par de veces al año, pero los vecinos no pierden la fe: tienen un encargado que abre el humilde templo y da misa sin comunión. Aquí, la creencia es como la sonrisa de la gente: no se desgasta ni con la adversidad.



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